bienvenido

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martes, 25 de febrero de 2014

Dios escribe recto con renglones torcidos.






Después de recorrer casi todos los puentes del Sena sin conseguir el encuadre buscado, se dispuso a volver a la buhardilla, aunque en ella posiblemente haría más frío que en la misma calle.
Lo suyo no eran los espacios abiertos y la frustración se reflejaba en su rostro. Se dedicaría a los carteles y retratos. Estos llenarían  el vacío del paisaje, la absenta o el coñac el frío de su alma y el de la habitación.

Al  cruzar  el Pont du Carrousel su mirada se dirigió hacia Les Îles. En ese preciso momento un rayo de sol se abrió camino entre el hueco abierto en las espesas nubes. Por un momento una visión sublime cruzó ante sus ojos y el cuadro se materializó frente a él. Era una imagen luminosa, fresca, hermosa y vivaz.
Los trazos se sucedieron a ritmo vertiginoso en un frenético intento de capturar el momento.

De nuevo las nubes se cerraron como inmensos portalones negros engullendo la luz y sumiendo la imagen en una penumbra grisácea y mortecina.
Nunca más lo intentó.

 A partir de entonces no salió de los cabarets y de la penumbra de los bares más sórdidos de un París para el que no había nacido.
Cien años después admiramos su magistral destreza para captar el  movimiento.