Al llegar al Puente del Molino Romero se detuvo para
descansar un rato. El paraje estaba precioso.
Hierba, árboles y flores pugnaban por ofrecer los contrastes
más vivos de color. El agua rugía bajo el arco de piedra y formaba una pequeña y
ruidosa catarata.
Al mirar hacia atrás se topó de nuevo con aquella
semiderruida construcción de troncos. Ya la había dibujado en otra ocasión, pero aun
así sacó el bloc y el lápiz. Buscó un buen encuadre y comenzó.
Diez minutos después ya había terminado. ¡No ha quedado mal!
Guardó los bártulos y retomó el camino. Los pájaros estaban
especialmente activos, sus trinos se mezclaban en un concierto caótico, pero
agradable.
El camino se iba estrechando hasta que la maleza apenas le
permitía pasar.
Por fin divisó su destino: al fondo, tras una pequeña
subida, una puerta enrejada roja y unos pilares blancos.
Tras buscar una piedra suficientemente grande para sentarse
en ella la colocó, sacó las acuarelas y la botella de agua, el bloc, los
pinceles, el papel secante y la inspiración.
Fue un bonito día.