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martes, 16 de noviembre de 2010

Pena capital

Cuando abrió los ojos aún tenía impresa en ellos la visión del arco de piedra. Esa imagen era lo último que recordaba, después…  oscuridad. Estaba muy débil y volvió a dormirse sin tomar conciencia del lugar en el que estaba ni del tiempo que llevaban interrogándole.
Un fuerte golpe en la cabeza le devolvió a la realidad. Fue entonces cuando se heló su sangre: Lo habían llevado a “La Cárcel”. Cualquiera que conociera este lugar sabía que su vida tendría un horrible final. El preso, tras confesar su crimen bajo tortura, era arrojado por un agujero en el suelo e iba a caer en una sala cinco metros más abajo. Una vez allí ya no había salida. Si tenía suerte se fracturaba algún hueso, lo que hacía que su esperanza de vida se acortara debido a la más que segura infección de la herida. De no ser así, su destino era aún más terrible: moriría lentamente, bien de hambre o consumido por la inmundicia. Su cuerpo no sería retirado, quedándose allí hasta pudrirse al igual que todos los que le rodeaban.

Justo cuando iba a ser arrojado a la mazmorra apareció el carcelero y ordenó su liberación. Se había encontrado al verdadero asesino y su detención no era mas que otro tremendo error ocasionado por los nervios de un testigo.
Desde el suelo, muy cerca del agujero, miró a los verdugos que le sujetaban. No había odio en sus ojos, tampoco había lágrimas, ni siquiera había terror. En sus ojos no había nada.

Visitar la antigua “Cárcel” medieval de Pedraza es toda una experiencia.